El altruismo en el cine

    Además de la revolucionaria e histórica Teoría de la Evolución, El origen de las especies de Darwin (1876) también contiene las bases de la Psicología social evolucionista. Si los mecanismos básicos de la selección natural consisten en la retención selectiva y la variación aleatoria de los genes, también hay una preferencia sobre la capacidad transmisora y procesadora de la información emocional; el motivo se ubica en que la selección natural lleva aparejada la sexual. En otras palabras, el éxito de una especie está constituido por su supervivencia, y lograrla depende no sólo de que tenga la facultad de interpretar adecuadamente el entorno (identificando la hostilidad, por ejemplo, para iniciar una huida), sino de que perpetúe sus genes, y esa reproducción está atada a su capacidad de afiliarse a los congéneres, al grupo, y en definitiva, a patrones sociales.
    Dicho de otro modo, cualquier componente de una especie, en pos de ese instinto de supervivencia, está concienciado de que es necesaria la transmisión genética, no sólo de la suya, sino de la de todos los iguales; en este sentido, desarrollará lo que Hamilton (1964) definió como “capacidad inclusiva”, que es la suma del éxito reproductivo a título particular más las acciones destinadas al éxito reproductivo de los parientes. Con este último fin, se originan las conductas sociales, que son respuestas a estímulos ambientales que desencadenan procesos psicosociales de índole adaptativo y modular (Gómez-Jacinto, 2005), y el motivo de que surjan comportamientos como las alianzas, la agresión, la ayuda, la cooperación o el eje del presente artículo, el altruismo.
    Buss (2005) entiende, así pues, que la Psicología Social es el pilar de la vertiente evolucionista. Al ser la humanidad una especie intrínsecamente gregaria, se ha precisado de múltiples recursos cognitivos y computacionales con los que representar, planificar y predecir la conducta propia y la ajena, en favor de la interiorización de las normas vigentes del grupo al que se aspira a entrar. Son muchos los autores, entre ellos el mismo Buss (2004, 2005), los que piensan que la abrumadora evolución del cerebro se debe a que se requería de un dispositivo, capaz de manejar los intrincados procesos derivados de la obligada interacción social (¿los 900 centímetros cúbicos de corteza cerebral que tenemos de más respecto a los chimpancés?).
    Desde las cavernas hasta las naves espaciales, la evolución genética ha devenido muy lentamente, lo que se explica porque la adaptación humana es producto de ambientes ya inexistentes. Pero los cambios culturales son continuos, y el aprendizaje social e individual han sido (y son) imprescindibles para la integración del sujeto, y, en ese aspecto, sí que son cambios evolutivos. Estas conclusiones se han asumido gracias a múltiples investigaciones, de entre las que sobresalen las pertenecientes a Pinker (2000, 2003), uno de los principales artífices de esclarecer los principios básicos que la Psicología académica y la evolucionista comparten (por ejemplo, que toda conducta manifiesta es una función de los mecanismos psicológicos, los cuales han surgido por procesos estrictamente evolutivos y dependen de su propio contexto de adaptación).
    Kenrick y Trost (2004) concretan que la Psicología evolucionista se centra en seis áreas de la faceta social de cualquier individuo: el estatus, la autoprotección, el emparejamiento (y mantenimiento de la pareja), el cuidado parental y el establecimiento de alianzas, cada una con sus propias reglas de articulación. Mientras que el estatus está relacionado con la formación de jerarquías de los grupos sociales y la autoprotección con el desarrollo de la identidad (al separar exogrupo de endogrupo), el cuidado parental, las alianzas y el emparejamiento guardan una correspondencia con las conductas cooperativas (como analizaba el dimorfismo sexual darwiniano), que están gobernadas por mecanismos empáticos.
    Así pues, parece determinante, para que se desarrollen las conductas prosociales, la existencia de empatía, término empleado por vez primera en el siglo XVIII por Robert Vischer (citado en Davis, 1996) bajo la palabra “Einfülung”, traducido como “sentirse dentro de”, aunque sería Titchener quien lo acuñó, en 1909, después de que numerosos autores, como Leibniz y Rousseau (citados en Wispé, 1986), acusasen la necesidad de fabricar un concepto que abarcase el “acto de ponerse en la piel de otro, como obligación de todo buen ciudadano”.
    Para Batson (1991), la empatía es una emoción vicaria correlativa al estado emocional de un tercero; es decir, experimentar sentimientos como por ejemplo la compasión o el interés, al tomar conciencia de que otra persona sufre, y no figurar como mero testigo, sino como un espejo donde la víctima vea lo que siente. Sin embargo, desatiende la dimensión cognitiva y la pondera como una emoción resultante de estímulos contextuales puntuales, algo que investigadores como Davis (1996) no comparten. La definición aceptada por unanimidad es la que postula este último autor: “la empatía es el conjunto de constructos que incluyen los procesos de ponerse en el lugar del otro, y las respuestas afectivas y no afectivas que ocasionan”.
    La empatía entonces estaría determinada por la coyuntura que envuelve al sujeto; esto entronca con Kenrick y Trost (2004), las influencias sociales (Canto, 1994) y los trabajos de categorización de Tajfel y Wilkes (1963). Si percibo a un sujeto del exogrupo como una amenaza a mis recursos, no le ayudaré; si lo catalogo como miembro de la comunidad, la cooperación supondrá un beneficio endogrupal. Como apuntaba Davis (1996) en la definición del término, la empatía es un conjunto de constructos, y por tanto, están mediados por los agentes sociales (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012a), pues son quienes distribuyen las representaciones de la realidad que un colectivo comparte (Solís, 2002), y que deberán ser asumidas si pretende afiliarse (Cruz, Boixados, Torregrosa y Mimbrero, 2003).
    Por tanto, la empatía sería una norma social que establecerá el grupo con su propia idiosincrasia (Sherif, 1936), como ya señaló Batson (1991) al calificarla de vicaria. Los trabajos de Latané y Darly (1970) también apuntan al contexto como influencia directa causante de que los sujetos unas veces decidan cooperar y otras veces, no. Esto nos hace evocar los trabajos de Bandura (1982, 1987) y la trascendencia de los modelos de imitación implicados en las influencias sociales (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012b), pues éstas son inherentes al ser humano dada su índole gregaria (Turner, 1991).
    Los mecanismos de influencia social se describen como “aquellos que gobiernan las modificaciones de las percepciones, juicios, opiniones, actitudes o comportamientos de un individuo, provocadas por su conocimiento de las percepciones, juicios, opiniones, etc., de otros individuos” (Canto, 1994). La influencia social es un proceso polifacético y amplio que posee múltiples manifestaciones, según las cuales se han establecido distintas clasificaciones de la misma. Barriga (1982) plantea diferentes situaciones de influencia social en base a las modalidades propuestas por Faucheux y Moscovici (1967):
  • Obediencia: es el resultado de acatar una orden sin cuestionarla, porque la responsabilidad se delega en quien ostenta el poder y decreta el mandato. Quien efectúa esa orden no se implica en las consecuencias, algo que defendió Milgram (1973) en su investigación. Los trabajos de Ross (1977) también concluyeron que un edicto se realiza bajo la convicción de que sus resultados sólo atañen a la autoridad.
  • Conformidad: como en la obediencia, la conformidad es el resultado de la presión del grupo mayoritario, con la diferencia de que en este caso sí hay un juicio sobre las normas que ostenta la mayoría, pero son asumidas porque se quiere permanecer dentro del grupo (Asch, 1952). Para Baron y Byrne (1998), dos son los efectos más determinantes en esta opción: “arrastre” (lo que ha pactado la mayoría es a lo que me someto), y la “desindividuación” (hay una identidad compartida que no deja margen para la propia).
  • Persuasión: es la búsqueda de una modificación en la actitud subyacente, a través de un cambio resistente al resto de los mecanismos de influencia (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012d). Han de existir una pretensión muy marcada en ese propósito de corregir el comportamiento ajeno y una interacción simbólica, para que se origine el proceso (Reardon, 1983; Canto, 1997).
  •  Innovación: la ejercen las minorías activas con el fin de propiciar el cambio social, a través de nuevas formas de pensar. Hernández Mendo (1998) señala que la innovación puede darse desde la privación de poder, transformando el esquema de la influencia a un flujo bidireccional, donde minoría y mayoría se influyen recíprocamente. Quienes desplieguen la innovación deberán asegurarse la coherencia de sus planteamientos, para que no haya fisuras desde las que la mayoría pueda desbaratar sus argumentos; asimismo, deberán ser flexibles para evitar que el mensaje sea interpelado de forma errónea. Desde esta influencia tienen lugar los cambios sociales, pues se renuevan las normas y la minoría pasa a ser la mayoría (pese a que no es su fin alcanzar el control del grupo), inaugurándose un período de normalización (Baron y Byrne, 1998).
  • Normalización: es la aceptación de las reglas compartidas por un grupo (Sherif, 1936). En situaciones de conflicto o confusión, cuando no hay una sola norma vigente admitida de forma unánime, la instauración de un marco referencial al que acogerse es la definición apropiada del término, para autores como Moscovici y Ricateau (1972).
    Retomando a Turner (1991), los procesos de influencia son inherentes al ser humano; son “un hecho fundamental en la vida social” (Baron y Byrne, 1998, p. 374), y por tanto, no pueden eludirse: el sujeto tomará el modelo de referencia adecuado o no para desenvolverse en un entorno, pero necesariamente tomará uno que le sirva para integrarse en una comunidad a través de cualquiera de los procedimientos explicados.
    Cosmides y Tooby (1992) exponen igualmente que estamos dotados de los mecanismos necesarios para gestionar, con mayor o menor acierto, la complejidad de los intercambios sociales, entre los que incluyen el altruismo, al que describen sencillamente como un trueque asíncrono, una suerte de “hoy por ti, mañana por mí”. Evidentemente, se requieren de una serie de facultades que eviten que quien suministra la ayuda nunca reciba la contraprestación, y éstas son: reconocimiento del otro/s individuo/s y su historial de interacciones mutuas, la comunicación, la identificación de las necesidades y de los deseos ajenos, y por último el balance entre el coste y el beneficio de actuar.
    Pero Cosmides y Tooby (1992) están dibujando el altruismo recíproco (Trivers, 2002). ¿Qué hay del altruismo, a secas? ¿Cómo se explica la prestación de un favor que no se espera que sea devuelto? Podemos empezar por definir el mismo concepto, creado por el filósofo Augusto Comte en 1851 como contrapartida al concepto de egoísmo, y proveniente del francés antiguo autri, a su vez oriundo del latín alter (“otro”), que sería ampliamente desarrollado (1868) como base de su filosofía positivista.
    Para Comte, todo sujeto está bajo la influencia de dos impulsos: el egoísta y el social/altruista. Para que exista un bienestar individual y colectivo, habrán de someterse los intereses personales a los generales, a través de un impulso interior. El concepto se propagó rápidamente debido a su empleo en los discursos marxistas, que recurrían a él por conciliar las necesidades particulares y sociales, y su función de antítesis del egoísmo quedó asentada.
    Los ensayos de Smith, Keating y Stotland (1989) concluyeron que los sujetos actúan ayudando porque pronostican que, haciendo el bien, van a impulsar un sentimiento de satisfacción en el auxiliado que les va a ser contagiado después; esto es, la retroalimentación de la persona socorrida despierta un bienestar que llegará por empatía al benefactor. De nuevo, constatamos la importancia de la empatía, omnipresente en los mecanismos altruistas.
    Sin embargo, la auténtica motivación subyacente sería egocentrista (ayudo para experimentar autosatisfacción y mi propio placer) desde el prisma de numerosos expertos, abanderados bajo la Teoría del “gen egoísta” de Dawkins (2002), que postula que éste busca expandirse en la sociedad desarrollando rasgos que favorecen a otros organismos, además de al organismo portador. En otras palabras, el autor expone que un gen per sé no determina nada, a no ser que interactúe con otros, produciendo células, que, por agregación de otras más, conformarán un órgano, que ocasionará un organismo, y éste, al interactuar, propiciará una estructura emergente… Es decir, que según Dawkins (2002) ningún acto altruista está exento de recompensa; percibir una contraprestación a posteriori será en mayor o menor medida gratificante y/o circunstancial, pero siempre existirá como ganancia inmediata la propagación de ese “gen egoísta” (que llega en forma de placer empático).
    Cialdini y cols. (1997) también elaboraron una investigación de deducciones similares; centrándose en el lazo entre el “yo propio” y el “yo ajeno” (vínculo que denominaron “unidad”), afirmaron que la empatía es el establecimiento de ese nexo: conectar con el otro, entonces, supone que cuando se le asiste, uno se está auxiliando a sí mismo. Para corroborarlo, experimentaron con situaciones hipotéticas de sujetos necesitados de ayuda, fijando una escala de relación con ellos (desconocido, conocido, amigo íntimo y familiar cercano) totalmente arbitraria, manifestándose que los participantes accedían a involucrarse más cuando el grado de relación hipotética era alto, ratificando la relevancia de la “unidad” (y por ende, de la empatía).
    El debate sigue vigente y no hay indicios de que se acabe. Se puede ayudar con el fin último de lograr un beneficio para la especie o de flujo grupal-individual, pero siempre se concluye que tendrá un trasfondo emocional. Lazarus (1991) definió las emociones como las herramientas que empleamos para relacionarnos con el mundo; por tanto, un individuo adaptado es aquel que regula sus emociones, las comprende y las identifica, y esto le lleva a guardar una relación estrecha con la empatía (Eisenberg y cols., 1994). Es decir, será necesaria la regulación emocional para practicar los comportamientos del grupo mayoritario de modo que lo reconozcan como a un igual, y es aquí donde volvemos tras la pista de Bandura (1982, 1987), pues los modelos de imitación son los transmisores de las pautas comportamentales.
    Así, una mala regulación emocional obstruye los procesos de reconocimiento de una emoción (Gross y John, 2003), y el sujeto podrá relacionarse a lo sumo con el endogrupo, por aprehensión de sus propias reglas tergiversadas (Moscovici y Ricateau, 1972), pero no con el exogrupo, debido a una regulación emocional deformada (que no permitirá ni reconocer las emociones ni alcanzar la empatía). Por tanto, inferimos que el altruismo está implícito en los procesos de socialización de un determinado colectivo, como cualquier otro aspecto intrínseco a la identidad grupal, y, consecuentemente, participará de los procesos de influencia social (Baron y Byrne, 1998).
    Las dos películas seleccionadas se basan en situaciones reales donde se practica el altruismo, tratándose de explicar a través de las diferentes investigaciones preliminarmente abordadas.
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