La agresión y el deporte en el cine
La revista efedeportes acaba de publicar un artículo titulado La agresión y el deporte en el cine. Os dejamos la introducción y el enlace.
La agresión siempre ha sido una de las temáticas más abordadas por la
Psicología a lo largo de su historia, en un intento de acotarla, explicarla y
dominarla, dadas sus consecuencias a título particular y colectivo.
Erróneamente, el concepto de agresión se ha difuminado con el de violencia en
el conocimiento popular, siendo realmente términos diferentes.
La agresión no es una actitud en si misma. Katz (1960) definió la actitud como
una tendencia aprendida a formular evaluaciones estables sobre un objeto de
cualquier naturaleza; es un comportamiento que manifiesta el compromiso que
tiene el sujeto con el intento de causar daño (LeUnes y Nation, 1989). Este
matiz es particularmente interesante, pues referido a la agresión, implica que
se impone un estímulo aversivo (físico, verbal o gestual) a un tercero de
manera puntual, lo que se vincula con los fenómenos de masas que abordaremos
más adelante (por ese carácter transitorio y no constante).
Cuando la agresión es una emoción adaptativa, se denomina agresividad. Cabe
indicar que si dicha emoción está enfocada hacia una meta social y el progreso
del individuo, con talante alentador, se califica como “agresión prosocial”.
Sin embargo, si no responde a ninguna emoción adaptativa y sólo existe el
deseo deliberado de proporcionar sufrimiento, estaremos ante un caso de “agresión
antisocial”, cuya expresión física es la violencia (Hernández Mendo, Molina
y Maíz, 2003).
No obstante, no hay unanimidad a la hora de delimitar el origen de la agresión,
y es el motivo de que existan numerosas corrientes teóricas, que podemos
aglomerar en tres grupos:
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Las teorías biológicas, que se apoyan fundamentalmente en los trabajos de Freud (1921) y Eysenck (1964), argumentando a grandes rasgos que la agresión la causan factores puramente hormonales, cerebrales y en general de índole innata.
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Las teorías sociológicas, que exponen que la agresión es fruto de una interacción entre grupos sociales pertenecientes a estamentos antagónicos, que pugnan por consolidarse como el grupo dominante y que practican la violencia por ser el vínculo que les ata a su colectivo (Hirschi, 1969; Becker, 1974).
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Las teorías psicosociales, que incluyen los trabajos de Bandura (1982, 1987) acerca de la aprehensión de las pautas observadas, y las investigaciones de Turner (1987) sobre la categorización y la necesidad de interiorizar los patrones del grupo mayoritario para integrarse en él.
La
agresión en los procesos de influencia social
Algunos autores reseñan la obligación de mencionar Mein Kampf (Hitler,
1925) en cualquier trabajo que aborde la violencia como la expresión física de
la agresión. Churchill en sus memorias publicadas en 1959 también alude al
polémico texto, señalando que su tesis es tan sencilla como terrible: el
hombre es un animal combativo, y la nación, una unidad de combate; su capacidad
de lucha será producto directo de su pureza, por lo que es necesaria la
extinción de la raza judía que, con su carácter universal, hace peligrar la
pureza germana. El primer paso hacia esta meta pasaría, según el dictador, por
“nacionalizar” las masas.
Esto viene a resultar un eufemismo de la homogeneización del pensamiento, que
es otra forma de definir a la influencia social. Es decir, que el ejercicio de
la violencia sea la norma acordada por un grupo como vehículo de expresión
física, no es más que un mecanismo de influencia social, que es el conjunto de
procesos que rigen “las modificaciones de comportamientos, percepciones y
juicios de un individuo, provocadas por los comportamientos, percepciones y
juicios de otro individuo” (Canto, 1994). Por tanto, los procesos de
influencia dictaminan las decisiones colectivas, presentándose como algo
inherente al ser humano (Baron y Byrne, 1998) y frente a lo que posicionarse,
surgiendo distintas modalidades que Barriga (1982)
compila, basándose en las que desarrollaron Faucheux y Moscovici (1967):
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Normalización: es la aceptación de una norma común que complazca todos los intereses de los componentes del grupo (Sherif, 1936). Para autores como Moscovici y Ricateau (1972) es el establecimiento de un marco referencial bajo el que ampararse en un contexto confuso, de forma que tutele la unanimidad.
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Conformidad: es el proceso donde el grupo mayoritario ostenta una serie de patrones a los que hay que acogerse si no se quiere ser excluido (Asch, 1952). Para Baron y Byrne (1998), dos son los efectos más trascendentales: “arrastre” (lo que ha decidido la mayoría es lo que asumo), y la “desindividualización” (hay una identidad común que no deja margen para la propia).
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Innovación: la ejercen las minorías activas, con el fin de propiciar el cambio social a través de nuevas formas de pensar. Hernández Mendo (1998) explica que, con la innovación, se puede terciar también desde un estatus carente de poder, ocasionando un flujo de influencia simétrico y bidireccional (donde mayorías y minorías interaccionan y se influyen mutuamente). Es preciso que los discursos de la minoría sean consistentes, para que la mayoría no tenga ningún punto desde el que desestabilizar; así, dicha coherencia, bajo una argumentación flexible, puede acabar impulsando el cambio social (Baron y Byrne, 1998), estableciendo la nueva normalización.
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Obediencia: surge cuando un individuo o grupo modifica su comportamiento con el propósito de cumplir las órdenes decretadas por la autoridad, sin cuestionar sus efectos. Al igual que la conformidad, la obediencia también es fruto de la presión social del grupo mayoritario, como ya manifestó Milgram (1973) en su conocida investigación de la cárcel de Stanford (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012b), pero con la distinción de que la falta de un criterio sobre las normas se debe a una ausencia del sentido de la responsabilidad. Los trabajos de Ross (1977) también ultimaron que un mandato se realiza acorde a la creencia de que los resultados sólo conciernen a los dirigentes.
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Persuasión: es la búsqueda de una modificación en la actitud subyacente mediante un cambio duradero (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012d). Con respecto a los demás procesos de influencia social, se discrimina en que ha de existir una notoria pretensión en ese deseo de corregir el comportamiento ajeno, y en que precisa de una interacción simbólica para que aparezca este mecanismo (Reardon, 1983; Canto, 1997).
Enlazando con las teorías psicosociales de la agresión previamente referidas,
podemos valorar que la violencia que manifiesta un grupo es un elemento
sobresaliente dentro de las normas pactadas y el que les concede un estatus
(Turner, 1987) y por ende, una identidad, pero igualmente es el instrumento a
través del cual afiliarse y que hay que internalizar, como podría serlo
cualquier otra característica que dibujara la idiosincrasia del grupo social
mayoritario (Bandura, 1982, 1987) al que se aspira a entrar (Sherif, 1936).
Es decir, la agresión sería un medio facilitador de los procesos de
socialización (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012a), que son el aprendizaje
de normas, destrezas, valores y actitudes que posibilitan que un individuo
desempeñe un rol social y, consecuentemente, se integre en el grupo (Cruz,
Boixados, Torregrosa y Mimbrero, 2003). Los agentes sociales son quienes
transmiten esas normas mediante representaciones sociales, que se definen como
concepciones de cualquier aspecto de la realidad gestadas y compartidas de forma
unánime por el endogrupo, lo que refleja hasta qué punto son sustanciales
estos agentes (Solís, 2002). Así, la violencia y las connotaciones que su
práctica conlleva (sobre la forma de percibir la realidad), construirán unas
representaciones sociales que deberán ser aceptadas por todo individuo que
pretenda integrarse, a través de cualquiera de los mecanismos de influencia
expuestos. Es éste uno de los puntales sobre los que se asientan los modelos
teóricos generales de la psicología de masas.
Por consiguiente, un contexto cultural violento es el caldo de cultivo de un
grupo social violento, atendiendo a los trabajos clásicos de Bandura (1982,
1987) y otros más recientes como los de López Zafra (2009), que señala al
entorno como principal responsable de que se internalicen (o no) patrones de
agresión; una sociedad pretenderá ser pacifista si lo son sus agentes sociales
y la cultura en la que se desenvuelven, ya que serán los patrones conciliadores
los únicos a imitar. En consonancia con esto, tienen especial interés los
ensayos de Phillips (1986) y de Warr (2007), que apuntan, sobre todo, a los
medios de comunicación como emisores intensos de mensajes centrados en la
violencia, dibujándola como vía de expresión actual y recurrente, algo que
termina incidiendo en la actitud, como trataremos a continuación.
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